La noche, en su oscuridad impenetrable, me recodaba antiguos días de la niñez en los que la falta de luz hacía imposible que conciliara el sueño.
De aquellas noches también recuerdo el colchón, de hojas de maíz que sonaba, a cada pequeño movimiento, como si de un rugido de león se tratase. Y los mosquitos, que años después logré identificar como pulgas.
La primera casa de la derecha es la casa de Kika |
Nunca he podido dormir si no soy capaz de contarme los dedos de las manos con la luz de las lámparas apagadas.
Era en casa de mi tía, la de la aldea como decían mis compañeros de escuela. A la escuela que yo iba, bueno a una de ellas puesto que yo soy un paria en toda la extensión de la palabra, todos tenían una aldea a la que ir por los veranos. Yo iba a casa de mi tía pero no sé muy bien si eso era ir a la aldea a la que se referían mis compañeros.
Yo ya tenía más de 30 años y todavía tenía aquellos recuerdos que me llenaban de una sensación de inseguridad, temor y desasosiego, como en los tiempos de mi niñez.
Mi compañera de cama por aquel entonces, tenía que dormir con una oscuridad casi absoluta y no entendía ni mi desazón ni mis miedos.
La unica luz del pueblo de mi tía colgaba de un poste en la carretra que apenas alumbraba par ver el resto del palo que la sostenía.
La unica luz del pueblo de mi tía colgaba de un poste en la carretra que apenas alumbraba par ver el resto del palo que la sostenía.
La casa estaba en las laderas de un monte, al lado de la carreta general que unía Gijón con Mieres y conformaba, con otras tantas del mismo corte, el pueblo, que yo no sabía si era una aldea.
Tenía dos habitaciones en las que dormían mi tía y su marido en una y otro tío mío en otra. Yo dormía en la cocina en lo que todos llamábamos la pulguera que no era otra cosa que una cama plegable con el citado colchón de hojas de maíz.
Ella era de Gijón y nunca necesitó la luz nocturna porque estaba acostumbrada a que por los resquicios de las contraventanas siempre entraba algo de claridad de las luces de la calle.
El croar de los sapos, que a mí me decían que era el canto de las culebras para que me durmiera, es otro de los sonidos que se grabaron en mis oídos para toda la vida.
Algunas veces, cuando me despertaba, me encontraba en una habitación distinta, normalmente en casa de Kika, una vecina que por lo visto tenía más sitio en su casa.
Que yo recuerde fueron más de 8 escuelas a las que fui en dos ciudades distintas y repartidos los años de docencia entre las escuelas el tiempo en cada una me daba esa sensación de paria, de no ser de ningún sitio en concreto.
En cada una de ellas y no se porque había gente distinta, con costumbres distintas e incluso con lenguajes distintos. Puede que ello también dejara en mis recuerdos un sabor agridulce por los cambios buenos y los cambios malos.
Hoy, todavía duermo con la persiana subida hasta arriba aunque entre el sol a raudales por la ventana y no me molesta en absoluto. A decir verdad no podía dormir con ella bajada sin que me pudiera contar los dedos de la mano.
Esta oscura noche ya no me produce ni miedo ni desasosiego, solo me produce tristeza. Será porque ya han pasado casi 60 años.
Y cuando llega el amanecer, cuando la timida luz del día comienza a entrar por mi ventana, desde siempre, duermo tranquilo y sosegado.
BUEN AMANECER
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